miércoles, 12 de junio de 2013

Gobernar por decreto, ¿abuso de poder o instrumento democrático?

Es muy habitual que la oposición en el parlamento denuncie que el Gobierno impone sus decisiones a base de decretos sin pasar por la Cámara y sin los debates parlamentarios correspondientes. Denuncian que así se hurta al Parlamento de su función fundamental fiscalizadora de la acción del Poder Ejecutivo y, sobre todo, que éste suplanta el papel parlamentario al realizar labores legislativas rompiendo así la división de poderes básicos para la democracia. Sin embargo, las constituciones permiten esa maniobra sin que, en ningún momento, parezca que la democracia esté en peligro. ¿Por qué? 


A los alumnos de primero de Ciencia Política se les enseña que la democracia se caracteriza, fundamentalmente, por la división de poderes, un concepto que se atribuye a Montesquieu, aunque tiene muchos y diferentes padres. Se trata de separar los poderes básicos: Legislativo (la capacidad de crear las leyes), Ejecutivo (de ejecutarlas, es decir, ponerlas en práctica) y Judicial (de juzgar a los infractores de esas leyes e imponerles un castigo). Se trata de mantenerlos separados para evitar que alguien tenga más poder que otros y pueda imponer su voluntad a los demás. Esa es la clave de un sistema democrático, al menos lo que lo diferencia de uno autoritario.


Sin embargo, las constituciones de las democracias parlamentarias liberales permiten que esa separación no sea, en realidad, tan nítida. Por ejemplo, y en el caso de la Constitución española de 1978, el Artículo 86.1 prevé que “en caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la forma de Decretos-leyes”.


Es decir, el Gobierno -el Poder Ejecutivo- podrá elaborar leyes -ser Poder Legislativo. Es cierto que la propia Constitución se apresura en poner límites a esta facultad, ya que “no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al Derecho electoral general”. Es decir, no pueden afectar al tronco de lo que configura el Estado democrático y las libertades.



La historia ha demostrado que existen casos en los que hay que tomar decisiones rápidas y sancionarlas con fuerza de ley sin esperar a los largos trámites parlamentarios de presentación de enmiendas y debates. Por eso existe el Real Decreto-Ley. Pero existen límites.   



El mismo Artículo 86, en su punto 2º especifica que “Los Decretos-leyes deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, convocado al efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación”.   


Es decir, el Decreto-Ley solamente tendrá fuerza de ley si es convalidado por el Congreso. El Poder Legislativo recupera así su capacidad de creación de leyes, aunque en este caso se limite a dar un visto bueno. El problema no es pues que el Ejecutivo gobierne sin control, ya que la Constitución sí prevé los mecanismos necesarios. El problema es que la separación de poderes en realidad no existe.


La inexistencia de la separación de poderes


Cada cuatro años los españoles van a votar. A diferencia de lo que dicen los carteles electorales, no van a votar al futuro presidente del Gobierno. Van a votar a los diputados que irán al Congreso en la próxima Legislatura. El español no es un sistema presidencialista como el de los EEUU o Francia. Votamos qué opción política tendrá representación parlamentaria y en qué magnitud.


Esas opciones políticas se presentan en forma de listas electorales cerradas (es decir, se vota la lista entera y no se puede elegir individualmente a sus miembros) y por circunscripciones electorales. El candidato a presidente del Gobierno no es más que el cabeza de una de esas listas, por lo que al elegirlo se hace, técnicamente, en calidad de diputado.



Una vez obtenidos los resultados, las diferentes opciones políticas elegidas se organizan en grupos parlamentarios integrados por los diputados de las listas que han llegado a ser elegidos proporcionalmente y que aceptan una disciplina de voto que les liga a sus grupos parlamentarios. Es decir, son las direcciones de los grupos los que deciden qué se debe votar en cada situación.


Los diputados pueden romper esa disciplina, no es ilegal. De hecho el acta de diputado que acredita de su condición de parlamentario es personal y el grupo parlamentario no puede retirársela de manera unilateral. Eso sí, si alguno rompe la disciplina debe atenerse a las consecuencias que, generalmente, son que no puede volver a presentarse en esa lista. Y eso sale caro.


Ahora bien, una vez formados los grupos parlamentarios y teniendo claras las mayorías, es el Congreso el que elige al presidente del Gobierno, generalmente el cabeza de lista del grupo parlamentario mayoritario. Si tiene mayoría absoluta (51% o más del total de los diputados elegidos) es elegido sin dificultad alguna, en otro caso tendrá que negociar con otros grupos más pequeños para alcanzar esa mayoría.


Por lo tanto, antes de alcanzar el Poder Ejecutivo es necesario controlar el Poder Legislativo. O dicho de otra manera, para ser presidente hay que controlar el Congreso. Así, el presidente del Gobierno de turno es, a la vez, el jefe del partido del grupo parlamentario mayoritario que siempre votará a favor de las leyes que presente el Gobierno en forma de Real Decreto-Ley, independientemente de que sea de verdad urgente o no. Su posterior convalidación es una simple confirmación del poder del partido en el Gobierno.


Existe debate parlamentario posterior, y capacidad de oposición –dialéctica- a la acción legislativa del Gobierno. Pero lo cierto es que siempre el resultado de las votaciones es predecible, por lo que la tentación de convertirlas en un mero trámite es muy grande. Es decir, el Poder Ejecutivo controla al Legislativo.


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