domingo, 6 de abril de 2014

La política devorada por el “storytelling”

Ya no importa lo que se dice, sino cómo se dice. Todos los días millones de mensajes tratan de hacerse escuchar. En televisión, en radio, en los diferentes soportes escritos, accesibles en todo el mundo en tiempo real gracias a internet. Todo ello provoca una cantidad tan impresionante de información que ya no es posible atenderla toda. Hay que elegir. Por ello, el mensaje del político para ser escuchado debe destacar sobre el resto. Y por eso es más necesario entretener que informar, es necesario crear un relato antes que hacer política. Es el momento del “storytelling” que, sin embargo, acaba siempre por devorar a los que lo utilizan.

En el mundo de la revolución de las comunicaciones y de internet el reto no es acceder a la información sino hacerse oír en el inmenso y profundo océano de millones de historias, noticias e imágenes creadas cada día y que circulan por todo el mundo en cuestión de segundos.

El escritor francés Christian Salmon plantea en su ensayo “La ceremonia caníbal. Sobre la performance política”, que, como consecuencia de esta revolución, se está produciendo un cambio brutal en la representación del poder. Se “desacraliza” ya que los políticos, que necesitan ser visibles y hacerse escuchar por sus votantes, deben captar su atención constantemente. Para captar esa atención deben tomar el camino que les baja del Olimpo en el que el poder político había estado instalado desde hace siglos.

El poder político deja ya de ser representado como un poder superior, envuelto en autoridad, más fuerte y sólido, y por ello respetado y legitimado para poder ejercer el gobierno. En cambio, “los políticos se han convertido en personajes de nuestro imaginario cotidiano, figuras efímeras de nuestras democracias mediáticas”, explica Salmon. Es decir, los políticos se han convertido en unos personajes más que son consumidos, digeridos y expulsados como todos los demás productos de la sociedad de consumo. ¿Por qué?


Ante todo, captar la atención

Captar la atención en la sociedad de la información es muy complicado. La competencia entre los canales de televisión, por ejemplo, es tal que sólo cuentan con escasos segundos para captar al espectador, y para ello despliegan constantemente una paleta de recursos visuales y narrativos que tienen como objeto cautivar a la audiencia, al menos hasta el próximo bloque de publicidad. Como dice Salmon, “lo escaso en una sociedad de la información (…) no es la información, que precisamente es sobreabundante; lo escaso, debido a esa sobreabundancia, es la atención de los agentes a quienes está destinada esa masa de información”.

Las personas están sometidas a una “sobrecarga de la información” en sus rutinas. Esto también afecta a la comunicación política, que utiliza los mismos medios de comunicación para llegar al cliente-votante. En este caso, el político compite con todo un despliegue de programas, historias e imágenes de entre las que tiene que lograr ser visible para poder ser identificado y posteriormente votado. Para conseguirlo ya no sirven los antiguos discursos ni las antiguas técnicas de movilización política.

Ahora recurren a la técnica del relato, cuyo fin no es tanto informar a los ciudadanos como llamar su atención y retenerla mediante el entretenimiento. Los ciudadanos-espectadores “fingimos interesarnos por la crisis, la deuda, el paro, cuando en realidad estamos sedientos de historias, de héroes y de villanos”, asegura Salmon.    “Queremos relatos íntimos, sorpresas, golpes de efecto. Lo último just in time. Sin tiempos muertos. Emoción en flujo continuo”. La emoción es la clave del relato, no la ideología o el programa político. 

Christian Salmon.
El relato, según Salmon, “permite no solo captar la atención como lo hacen el logo, la imagen de marca, sino también fidelizar a las audiencias, guiar y retener las atenciones gracias a auténticos engranajes narrativos”. Y eso en política significa llegar al Gobierno o mantenerse en él.   


El relato como eje principal

Surge el storytelling, “un dispositivo de captación de las atenciones mediante la historia, la intriga, la tensión narrativa”. Este concepto ya no presupone la existencia de ciudadanos conscientes que desean y necesitan ser informados para actuar en democracia. Ya no se trata de arrojar luz sobre los acontecimientos para que el ciudadano libre pueda situarse en un contexto y tomar una decisión. Se trata de crear audiencias que quieren ser entretenidas.

En resumen, Salmon identifica tres consecuencias de la revolución de las comunicaciones:

  1. El hombre de Estado se presenta ahora menos como una figura de autoridad que como algo que consumir”.
  2. El ejercicio del poder (…) ahora se identifica con el éxito de una performance compleja donde las artes antiguas del relato y la ley de la retórica se combinan con las nuevas tecnologías de la información”.
  3. El escenario político se desplaza de los lugares de la deliberación y la decisión política”. Pasa “del escenario democrático sometido al principio de representación (el Parlamento, la plaza, etc.) al escenario mediático regido por las leyes del simulacro”.      

Así pues, los políticos se han convertido en unos productos de entretenimiento más que ya no actúan en los escenarios tradicionales en los que se desplegaba el poder político, sino que han tenido que subir al escenario común de la sociedad de la información junto a los demás productos mediáticos, mientras que los ciudadanos son reducidos a simples audiencias. La consecuencia es lo que Salmon denomina una “espiral de pérdida de legitimidad” que destruye la política como se había estado desarrollando durante siglos.

Según el autor, con la revolución de las comunicaciones “el dispositivo representativo del poder se ha mantenido más o menos igual durante siglos, descansaba en las mismas técnicas de escenificación, de transmisión de la voz, en los mismos dispositivos escenográficos, en los mismos rituales que regulaban la aparición pública de los soberanos, las mismas técnicas de movilización y de convocación de las masas. La radio y la televisión primero, y luego la explosión de internet, han revolucionado radicalmente este dispositivo representativo”.


El poder político reducido a un simple guión

No se trata ya de ejercer el poder y de representarlo, sino de interpretar un guión en un relato diseñado para alcanzar y mantener el gobierno. La consecuencia es que la propia política pierde substancia en favor de la apariencia y de la imagen. No se hace política, solamente se proyecta un relato en el que se interpreta la política, ya que ésta ha perdido su autoridad y capacidad real de poder.

Y es que la política como mero relato no es sólo consecuencia de un cambio de técnicas y medios de comunicación, es también la expresión de un momento histórico: el triunfo del neoliberalismo y la globalización.

El Estado nacional está perdiendo competencias en favor de los entes locales y supranacionales. Y por otro lado, el poder de las fuerzas económicas transnacionales, como los bancos, las multinacionales, etc., sobrepasan con creces la capacidad de los estados para controlarlos. Es más, estas fuerzas son las que controlan a los estados e imponen sus agendas, no sólo económicas sino también políticas. A los dirigentes de los estados no les queda poder real, solamente la imagen (reducida y debilitada) del mismo. Y tratan de compensar este vacío a través del storytelling exclusivamente emocional transmitido a través de la maquinaria del entretenimiento mediático. 

En este sentido, como explica Christian Salmon, “el objetivo de los comunicadores políticos es sincronizar y movilizar las emociones. Votar es comprar una historia. Ser elegido es ser creído. Gobernar es mantener el suspense”.

La clave del éxito es que el relato sea verosímil, creído y comprado por la audiencia. Pero la historia no termina con el éxito en las elecciones. El político está obligado a mantener el suspense de su relato constantemente, ya que debe captar y mantener la atención pública indefinidamente en un contexto del entrenamiento de usar y tirar. Es decir, no puede aflojar la máquina para evitar ser desechado y olvidado. Debe mantener el relato como una condena en la que trata de retrasar el fin inevitable de su historia, y por lo tanto de su carrera. Es lo que Christian Salmon denomina la “Estrategia de Sheherazade”, por el nombre de la princesa de los cuentos de “Las 1000 y una noches” que busca entretener al rey con una historia cada noche para evitar así su muerte.


El fin inevitable

Pero el fin llega siempre. Esta dependencia del relato para llegar y aferrarse al gobierno está condenada desde el principio. Según Salmon surgen tres paradojas que conducen a un desenlace inevitable:

Primera paradoja: “La puesta en relato de la acción política destruye a la larga la credibilidad del narrador”. La necesidad de captar la atención constantemente provoca una movilización permanente del relato, lo que a su vez provoca una “sobreinterpretación” y una “inflación de discursos y de historias” con un “efecto corrosivo sobre la credibilidad de toda palabra pública”.

Segunda paradoja: “Los rasgos característicos del sujeto neoliberal (la versatilidad, la capacidad de adaptación), son precisamente los que la teoría del relato reconoce que pueden arruinar la credibilidad del narrador”. Es decir, el actual contexto neoliberal en el que se exige la transformación y la capacidad de ‘reinventarse’ para seguir siendo ‘competitivo’, no es apto para sostener un relato. Una persona que cambia como un camaleón –seguramente obligado por las circunstancias- traicionando su papel en el relato le convierte en una persona no fiable. Es el caso de la percepción que se tuvo de Zapatero y sus políticas anticrisis después de representar un relato basado en la justicia social, o de  Rajoy, que llegó al Gobierno con el relato de la promesa de acabar con el paro pero cuyas políticas parecen estimularlo más. O de Hollande, Obama, etc.

Tercera paradoja: Es lo que Salmon denomina “el voluntarismo impotente” debido a la pérdida de competencias y de poder del Estado como consecuencia de la globalización y del neoliberalismo. Es decir, el candidato gana las elecciones prometiendo aplicar una serie de medidas contundentes, un cambio rotundo de la realidad mediante la política y utilizando el poder del Estado, pero que en realidad no puede realizar porque el Estado está cada día más vacío y carece de ese poder. Ese vacío es sustituido por la imagen todopoderosa del líder que trata de compensar así la impotencia real con un simulacro virtual de despliegue de poder. Salmon lo explica así: “El poder es esa fuerza que, para no tener que ejercerse, debe manifestarse, por ejemplo, bajo la forma del hiperpresidente”.

Inevitablemente, después de crear, alimentar y estirar el relato, al final siempre llega la decepción de la audiencia. No es posible aplicar el relato del cambio prometido en la realidad neoliberal que reduce el poder del Estado a la impotencia. Así, por ejemplo, un buen número de los principales líderes de las democracias occidentales acabó sus días al frente de sus gobiernos acusados de haber engañado con su relato a la audiencia. Zapatero en España, Blair y Brown en el Reino Unido o Schröder en Alemania, terminaron sus mandatos tras un periodo de caída brutal de su popularidad después de haber gozado de un respaldo masivo en las primeras etapas de sus gobiernos. Otros gobernantes aún en activo también están sufriendo este desgaste en su credibilidad, como Rajoy en España, Hollande en Francia y el propio Obama en los EEUU.

El final feliz del relato político es imposible. Siempre termina mal porque, debido al debilitamiento de la política, nunca podrá cumplir las elevadísimas expectativas que debe ofrecer para poder captar la atención de la audiencia de forma prolongada. Salmon finaliza su ensayo con la reflexión acerca de que “la pérdida de credibilidad de la palabra pública no es por tanto un fenómeno coyuntural, no está ligada al contenido de los discursos y no es la sanción de promesas incumplidas; es el producto de una contradicción estructural”.


Es decir, para gobernar hace falta crear un relato, pero al final ese relato se cobra un precio atroz porque devora al que lo creó y dependió de él.     

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