domingo, 17 de mayo de 2015

Capitalismo e imperialismo, ¿una carrera hacia la autodestrucción? Un análisis de Hannah Arendt



En el S. XIX la Revolución Industrial hizo posible una acumulación de capital que en un momento dado tuvo que traspasar las fronteras y la protección del Estado-Nación y correr el riesgo de la incertidumbre en tierras lejanas. Para evitar la posible quiebra de las inversiones debido a circunstancias incontroladas, el Estado tuvo que intervenir y proyectar su poder en el exterior, de manera que, a la vez que se producía el proceso de acumulación del capital propio del sistema capitalista, paralelamente también lo hacía la acumulación de poder del Estado en un imparable e inacabable proceso de expansión cuyo único fin, según Hannah Arendt, es la “autodestrucción”.  

En el último tercio del S. XIX la Revolución Industrial hizo posible algo que hasta ese  momento había sido imposible: la producción de bienes de forma masiva de manera que un número sin precedentes de personas podían acceder a ellos, y a la vez se multiplicaba la capacidad de producir riqueza que podía ser reinvertida para seguir produciendo más y más. La Humanidad no había vivido un proceso parecido desde el Neolítico y la aparición de la agricultura, por lo que se inició una transformación radical de la economía, la sociedad y la política del momento.  

La filósofa judeo alemana Hannah Arendt analizó esta transformación y sus consecuencias en su obra “Los orígenes del totalitarismo”. Comenzó su reflexión afirmando que el principal efecto político de la Revolución Industrial fue la destrucción de la Nación, la figura política fundamental y en pleno proceso de construcción tras los periodos revolucionarios en Europa y América a finales del S.XVIII y la primera mitad del S. XX. Esta destrucción se debía a la aparición de un nuevo concepto político: el Imperialismo, que según Arendt es “un proceso permanente que no tiene ningún objeto ni ningún propósito que no sea él mismo”, y sobre todo, tiene “la expansión como objetivo prioritario y constante”.

Los conceptos de Nación y de Imperialismo son incompatibles ya que, afirma Arendt, “la Nación no puede crear imperios porque su concepción política se basa en una unión de territorio, población y Estado. En el caso de conquista, sólo le queda al Estado-Nación asimilar a la población extranjera y forzar su beneplácito; no la puede integrar y no la puede imponer su medida de la justicia y la ley”. Nada más ajeno a las ansias de conquista que el concepto de Nación, que “entendía sus propias leyes como surgidas de su propia y única sustancia nacional; no podían por ello tener ninguna validez más allá de su propio pueblo y de su territorio nacional”, escribió Arendt.

Es decir, para los burgueses nacionalistas de la primera mitad del S.XIX, aquellos que protagonizaron los procesos revolucionarios que pusieron fin a la hegemonía de la monarquía absoluta y de la aristocracia, el concepto de Imperialismo que surgiría un par de generaciones después era absolutamente extraño, por no decir hostil a la Nación que ellos habían estado construyendo y defendiendo.

¿Qué había cambiado para que los hijos y nietos de los revolucionarios burgueses  defendieran una política absolutamente contraria a la de sus padres y abuelos?


La Revolución Industrial traspasa fronteras

Hannah Arendt explicó que, como consecuencia de la capacidad de producción de la Revolución Industrial, “la sobreproducción de capital, que ya no se podía transformar en productos dentro la economía doméstica, hizo que el comercio de bienes perdiera en importancia y que aumentara la de la exportación de capitales en búsqueda de inversiones en países extranjeros”.

El crecimiento económico y productivo fue tal que “la Revolución Industrial llegó hasta las fronteras del territorio nacional, y la producción así como la distribución de los productos se hizo dependiente de muchos pueblos, que estaban organizados en sistemas políticos diferentes”. Esto entrañaba un riesgo importante, ya que esos pueblos diferentes influían decisivamente en el destino de las inversiones y por lo tanto de la economía del país productor, sin que los inversores pudieran hacer nada. Sin embargo, la dinámica capitalista obligaba a un crecimiento constante y por lo tanto obligaba también a la exportación de capitales a esos lugares lejanos e incontrolados.  

El imperialismo europeo en África.
El Estado-Nación no podía ni aspiraba controlar a esos países lejanos, por lo para conseguir la seguridad de las inversiones en el extranjero, era obligado realizar un cambio político total. Para Arendt, “las fronteras nacionales no solamente obstaculizaban la expansión, sino que podían poner en riesgo todo el proceso de industrialización. (…) el sistema capitalista, que se basa en un crecimiento constante de la producción, solamente se podía salvar cuando se conseguía dirigir la política exterior de los Estados-Nación hacia la expansión, necesaria para la economía”.
  
Como en adelante sucedería otras muchas veces, la política salió en rescate de la economía. Según Arendt, “se requería de los medios coercitivos del Estado porque se estaba perdiendo el control sobre las inversiones en tierras lejanas, y amplias capas sociales se habían convertido así en especuladores y jugadores contra su voluntad, lo que a su vez amenazaba con transformar la economía nacional de un sistema de producción capitalista en un fraude de especulaciones financieras”.

Es decir, la producción de bienes y la creación de capital había entrado en una dinámica de crecimiento que pronto chocó con la realidad política del momento, el Estado-Nación, y lo acabó por dinamitar.

Este proceso comenzó como una aparentemente sencilla maniobra de protección de los “intereses nacionales” y acabó por desarrollar una dinámica propia. Hannah Arendt subrayó que “solamente la expansión de los medios coercitivos del Estado pudo reconducir y reordenar el flujo imparable de salida de capitales en forma de inversiones especulativas que ponían en peligro los ahorros,  y devolverlos así a la economía nacional. El Estado expandía sus medios más allá de sus fronteras y conducía así el proceso imperialista, porque solamente le quedaba la elección entre una enorme multiplicación del bienestar del pueblo o una inasumible pérdida material”.

Con la política imperialista, “se pudo realizar de esta manera lo que exigían los propietarios del capital exportado: beneficios extraordinarios sin correr ningún riesgo extraordinario”, afirmó Arendt, que sin embargo, subrayó el enorme coste de ese imperialismo: “A través de una acumulación de poder sin límites, es decir, de violencia sin límites legales, se pudo proceder a una acumulación de capital ilimitada o, en un primer momento, aparentemente ilimitada”.


Imperialismo o desaparición: un dilema sin solución

Hannah Arendt advirtió que el Estado-Nación surgido de la Ilustración del S. XVIII se vio arrastrado a participar en la dinámica expansiva del capitalismo surgido de la Revolución Industrial tras enfrentarse al siguiente dilema: o no acudía a asegurar las inversiones en el extranjero y corría el riesgo de desaparición del Estado ante la quiebra más que probable de su economía, o se embarcaba en la aventura imperialista y desaparecía la Nación.  

La elección por el Imperialismo supuso el surgimiento de una nueva dinámica: una mayor acumulación de capital llevaba a una mayor expansión de ese capital, que a su vez dependía necesariamente de la expansión política. Ésta estaba basada en la violencia que, a su vez, llevaba a una mayor acumulación de poder, fundamental para la supervivencia del Estado: “Un Estado basado en este tipo de sociedad y que quiere preservar su poder, debe tender a conseguir más poder. Solamente puede mantenerse estable en la constante expansión del poder en el proceso de la acumulación del poder”, escribió Arendt.

El instrumento fundamental para esa acumulación de poder era la violencia. Como explicó Arendt, “la violencia ha sido desde siempre la ultima ratio de la acción política, y el poder siempre había sido la expresión visible del dominio y del gobierno. La diferencia era que, ni la violencia ni el poder habían sido nunca el último y expreso objetivo de la acción política. Porque el poder en sí solamente puede crear más poder, y la violencia que se aplica por la propia violencia (y no para aplicar la ley), provocan inmediatamente un proceso destructivo que solamente puede llegar a su fin cuando ya no quede nada que no haya sido violado”.

Es decir, la propia dinámica imperialista siempre lleva a la destrucción: “El eterno e ilimitado proceso de la acumulación del poder, que posibilita la expansión por la expansión y la alimenta constantemente, necesita permanentemente material para renovarse y no paralizarse. Cuando el último vencedor de la lucha por la Tierra “no pueda anexionarse las estrellas”, no le quedará otro camino que la autodestrucción, para que el eterno proceso pueda comenzar de nuevo”.  

Por lo tanto, aunque el Estado acabó por sacrificar la Nación a favor del Imperialismo para sobrevivir, arrastrado y obligado por la expansión capitalista, al final no hay salvación posible. El Imperialismo, la expansión tanto económica como política, se basa en la violencia y en no detenerse jamás. Incluso para devorarse a sí mismo.   


Artículo disponible en la web Ssociólogos.com 

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